Visitante, bienvenido seáis. Ante vuestros ojos se alza Bokerovania, recortada contra las eternas nubes y enfrentada a un mar que no conoce la calma.
Recorred sus calles y avenidas, sus edificios, sentid el frío que guarda tras su muro helado y el calor que se esconde en algún que otro lugar.
Dejad vuestra huella en la nieve grisácea que cubre el empedrado, vuestras manos marcadas en la escarcha de los cristales, dejad marca en esta ciudad.
Pero recordadlo, sois visitante, Bokerovania se puede observar, incluso sentir, pero no podéis permanecer aquí. Sólo hay un habitante en Bokerovania, y jamás habrá más de uno.

Y sobre todo, entrad sin miedo, a pesar de lo que podáis ver...

martes, septiembre 30, 2008

El Viejo Árbol

Relato ganador de "Círculo de Bardos IV"

El árbol se retorcía negruzco y seco, como si el fuego hubiera lamido su corteza hasta tiznarla de hollín, mas ningún fuego había azotado aquel bosque. En el claro en el que crecía habían decidido retirarse todos los demás vegetales: arbustos, helechos y zarzas ni siquiera se atrevían a enterrar sus raíces en la misma tierra clara y pedregosa en la que el árbol crecía. En el encinar frondoso y verde, era una nota que desafinaba en la melodía, con sus ramas esqueléticas y bajas que apenas se dignaban a moverse ante el soplo del viento. Tanto alteraba la naturaleza del claro, que ni siquiera el cielo parecía del azul intenso del verano sobre su copa, sino más bien se teñía de un sepia sanguinolento que enturbiaba el ánimo y alejaba animales e insectos de allí.
La primera vez que llegué al claro aún era lo bastante joven como para creer en leyendas, y creí ver que era un árbol maldito al que algún demonio malévolo había decidido imbuir de fealdad. En mi mente infantil, antaño era un árbol tan bello que había podido criar en sus raíces a la primera dríade que veía el Mundo desde hacía mucho, desde que el ser humano arrancase el hierro de la tierra y con él fabricase armas que dañasen a las hadas.
Seguía el relato que inventé con el demonio acechando el bosque, porque los demonios son capaces de oler ciertas cosas que los hombres ya hemos olvidado cómo se huelen. El demonio se acercaría al árbol, atraído por su aroma a magia, y siguiendo un instinto primitivo, intentaría arrancarle de sus brazos a la tierna dríade de verdes cabellos. Ocurriría entonces una batalla, que en los árboles vecinos aún podría leerse si alguien cortase sus troncos, y supiera entender el idioma de sus anillos; en esa batalla el árbol lanzaría sus ramas, cargadas de frutos maduros y jugosos, como si de brazos se trataran contra el demonio. Más ágil que el viejo árbol, el demonio esquivaría los ataques, y finalmente alcanzaría a la dríade dormida. Sucumbiendo ante la tentación de tal belleza, el demonio depositaría un beso ardiente en los labios de la dríade, lleno de pecado y vicio, y secuestrándola más tarde lejos , muy lejos. De ese modo, el árbol, viejo y cansado, ante la tristeza de lo perdido, se marchitaría y secaría, hasta quedar convertido en un saco de huesos de madera.
Ante aquel árbol anciano, algunos días después, y con una resolución que tan sólo con ocho años se puede tener, le prometí que recuperaría a su hija. Portaba una rama rota como espada, y a sus pies me arrodillé, creyendo incluso oír su bendición en la lengua de los árboles, que tan sólo se escucha cuando el viento se mueve entre sus ramas.
Durante muchas semanas lo que para otros parecía un juego se había convertido en mi misión más importante: buscaba con ahínco rastros del demonio (y más de una vez los confundí con los que dejaban las cabras), para encontrar su escondrijo y rescatar a la pequeña dríade. Soñaba en devolverla victorioso a su padre, y a cambio, quizás, conseguir un beso de la pequeña criatura. En ese verano pasé largas horas perdidas en aquella búsqueda, hasta que el cansancio y el tedio me hicieron olvidarla.
Años más tarde volví a aquel bosque, ya convertido en un adolescente descreído, que sentía vergüenza de haber intentado buscar una dríade armado con una rama rota y con la esperanza de un beso vegetal. Miré de nuevo, con ojos que se creían adultos, sus ramas secas y negras, y sus raíces retorcidas hundiéndose en una tierra que habían reclamado para ellas, y para nadie más. Sentí el poder de aquel árbol, viejo, seco y retorcido entre encinas frescas, y ante la incomodidad de saberlo más poderoso que yo en aquel tiempo en el que me creía el más poderoso de los hombres, abandoné el claro a todo correr con mi dignidad rota por completo.
El tiempo, que no deja de andar, me condujo a muchos bosques de cemento y acero, y a encontrar amores esporádicos en mujeres humanas, cuando una noche de luna menguante me encontré añorando la dríade que había dejado de buscar. Hice lo que pude por volver a aquel bosque, y descubrí con horror que se había decidido su tala con fines comerciales. Quedarían arrasados por los dientes de metal tantos árboles sabios y amables, y sobre todo el árbol más poderoso que había conocido, y cuya hija me había enamorado teniendo aún ocho años. Como última despedida, y ante la falta de soluciones, ese invierno me planté como adulto en el claro del árbol viejo, y ante él me arrodillé, suplicando perdón por abandonar la búsqueda.
Volvió el niño que todos llevamos dentro a nacer en mí, y agarré la cintura estrecha del árbol con mis brazos, buscando el consuelo de su sabiduría. Imploré a su rostro de corteza por su historia, y regué su base con mis lágrimas saladas.
Toda la noche la pasé a la intemperie, en una duermevela continua, sin soltar la corteza del árbol. Cuando el día me despertó, con su frío aliento, tenía todo el cuerpo molido y dolorido, y la cabeza llena de chillidos ardientes y dolorosos. No podía recordar, en aquel instante, dónde me encontraba, hasta que noté las arrugas del árbol arañando mis manos y mi mejilla, y los recuerdos cayeron de golpe en mi cabeza. Una sombra como de pájaro se agitó fuera de mi campo de visión, y ante la extrañeza de que otro ser vivo se atreviese a poner sus ojos en aquel árbol, alcé la vista con curiosidad.
No era pájaro alguno el que se posaba en sus ramas, sino una hoja de papel amarillento que aleteaba prendida a las zarpas negras del árbol. Sabía que era importante, aún sin conocer su contenido, así que me levanté como pude, y la aferré con un crujido de mis dedos quejicosos. Cuando la tuve en mis manos pude ver que estaba escrita: una caligrafía hermosa y antigua adornaba con sus párrafos toda una carilla. Sólo puedo transcribir lo que decía, pues no son palabras mías las que deben contar su historia.
“Hace demasiado tiempo este claro era verde y hermoso, y aquí conocí yo el amor. Tuvo a bien concederme cinco años de sus labios sobre los míos, de sus manos entre mis dedos, de su cuerpo tentando mis ojos y su voz mis oídos. Vivía yo de rentas antiguas, que eran exiguas pero suficientes, y mientras tanto me dedicaba al arte de la escritura, pasión por la que vivía y que ninguno de los míos apreciaba. Excepto ella. Ella, que fue musa y lectora para mis cuentos y poemas. Tras esos cinco años que me dio, la enfermedad me la arrebató entre toses escarlata, y me dejó solo con mis poemas y mis cuentos, sin nadie que los leyera ni pudiera inspirarlos. Decidí entonces morir yo solo, en aquel claro que tantas alegrías conoció, y allí descansé día y noche, sin comida ni agua, hasta que mi cuerpo lleno de pena y ansia quedó reseco y oscuro bajo el inclemente tiempo. Y de ese cuerpo resecado por la falta de amor y la pena, nació un árbol igual de reseco, que arrancó con sus raíces toda vida a su alrededor y le robó el color al cielo que lo cubría. Hace muchos años, un niño de mirada limpia, que también sabía de cuentos y poemas como yo, me dio una historia nueva para mi existencia, y desperté de nuevo en este cuerpo leñoso. Ya que a ti debo esta segunda vida que tengo, a ti te he de entregar lo único que es de verdad mío: si por casualidad sobrevivo hasta llegar a la primavera, te prometo que de cada rama mía colgará un nuevo cuento, y en esos cuentos encontrarás al niño que fuiste una vez, y quizás te conduzcan hasta la dríade que amaste con tan sólo ocho años.”
Desgraciadamente no queda romanticismo en estos tiempos, y aquel enero el bosque entero fue derribado, incluido el árbol que antaño fue poeta. Quizás quien me lea ahora piense que así se perdió toda oportunidad de hallar a mi dríade, pero se equivoca. Sólo fue imposible encontrarla durante los años que dejé de buscarla, pero las palabras de aquel viejo poeta me acompañan ahora, y me recuerdan que quien no busca, no podrá nunca encontrar.

viernes, septiembre 12, 2008

La botella de ron

Déjela aquí, camarero, deje la botella
No la retire, que es una compañía grata
En su etiqueta me sonríe una mujer bella
Y con su sabor dulzón mi lengua se desata.

Este ron de ámbar trae malos recuerdos, no obstante
De unas noches que me sabían también a ron
Caramelo tostado que eran brazos amantes
Sedientos labios que me arrancaron la razón.

De su lengua yo sólo supe entender su nombre
En idioma universal nuestros ojos se hablaron
Sus manos me enseñaron el placer de ser hombre.

Aquellas noches hace mucho que se terminaron
Me robó mi dinero, mas que nadie se asombre
Si aún extraño aquellos labios que me amaron.


-Agradecimientos a Crysagon, por elegir el título.

viernes, septiembre 05, 2008

Así Sea

Romper la última cadena que me separa de ti
Derretir los siglos que se interponen entre nosotros
Desterrar para siempre la tristeza de tus sonrisas
Y la nostalgia de tus abrazos
Dar nuevos frutos al árbol seco y muerto
Enterrar el pasado con nuevas esperanzas
Alegrías que ardan sobre las cenizas de una llama
Que tantas lágrimas habían apagado entonces
Mudar la rarefacción de los rostros
Y de los hombros incómodos
Por el peso que deben soportar
De años perdidos en tinieblas frías
Abrir de nuevo los ojos, sin velo alguno
Despegar las membranas traslúcidas
Que deforman el mundo y lo vuelven estéril
Preñar el futuro con ilusiones doradas
Gritar a la Tormenta que se enfrente a nosotros
Domar la Mar furiosa con nuestras manos unidas
Alzarnos sobre el Viento vestido de otoño
Y sentir las lágrimas del cielo bañar nuestros rostros
Dar con las llaves perdidas
Que abran tu corazón al mío y viceversa
Fundirnos en una amalgama de aromas
Saciar la sed de nuestros resecos labios
Al fin descansar, siendo uno
En tierras de ensueño y Metáfora
Que son patrimonio tuyo y mío
Y soñar de nuevo, juntos, para no despertar.

La Legión del Espacio
La Legión del Espacio