Visitante, bienvenido seáis. Ante vuestros ojos se alza Bokerovania, recortada contra las eternas nubes y enfrentada a un mar que no conoce la calma.
Recorred sus calles y avenidas, sus edificios, sentid el frío que guarda tras su muro helado y el calor que se esconde en algún que otro lugar.
Dejad vuestra huella en la nieve grisácea que cubre el empedrado, vuestras manos marcadas en la escarcha de los cristales, dejad marca en esta ciudad.
Pero recordadlo, sois visitante, Bokerovania se puede observar, incluso sentir, pero no podéis permanecer aquí. Sólo hay un habitante en Bokerovania, y jamás habrá más de uno.

Y sobre todo, entrad sin miedo, a pesar de lo que podáis ver...

martes, diciembre 09, 2008

Moroaică

El Nosferat no sólo chupa la sangre de los durmientes, sino que también puede actuar como un íncubo o un súcubo. Es el vástago nacido muerto y bastardo de dos personas que también son ilegítimas. Apenas se le ha dado sepultura cuando cobra vida y abandona su tumba para no regresar jamás a ella.
– Heinrich von Wlislocki

Sophia notó en su mano la humedad helada de la tierra colándose bajo sus uñas, y mientras empezaba a cavar se levantó un aroma fresco a lluvia recién caída. Las sensaciones eran tan familiares, su recuerdo perduraba aún tan vívido, que todas sus dudas se despejaron y la convicción de estar haciendo lo que debía hacerse la espoleó para cavar con más ahínco. La sensación de déjà vu se apoderó de su mente, y comenzó a entrar en un estado de conciencia alterado, en el que la realidad se superponía al sueño que se había repetido durante las noches de toda su vida, aunque se había resistido a ser recordado en vigilia hasta hacía tres meses.

En el sueño era la Madre, que yacía en el claro del bosque, acunando en sus brazos al Niño. Sentía sequedad en sus ojos, a pesar de la lluvia que caía con insistencia sobre ella, de tanto llorar y gritar; su corazón latía con ardor fatigado, por la larga carrera que notaba en sus piernas temblorosas. Acercaba sus labios agrietados a la frente del Niño, que sabía fría y dura, pues jamás fue imbuida de vida aquella carne cenicienta. Dejaba con cuidado al Niño en el suelo, enterraba sus manos en la tierra húmeda, sintiéndola bajo sus uñas, y cavaba sin descanso.

Jamás había sido consciente del sueño, pues la mañana clemente borraba la pesadilla de su memoria, hasta que una tarde de febrero entró la Condesa a su tienda. Ésta, enclavada en las cercanías de la taberna The Red Cup, cerca de Portobello, vendía aparentemente hierbas medicinales e infusiones, pero en realidad era una tapadera para un negocio más lucrativo. Las altas damas de Londres se acercaban allí, con la excusa de algún remedio para las jaquecas o alguna receta prescrita por homeópatas de dudosa reputación, con otros fines en mente, y usaban contraseñas diversas para hacérselo saber a Sophia, como un gesto con la mano o una mirada significativa, como la que le había lanzado la Condesa. Reconociendo la señal, la hizo pasar a la trastienda, asegurando tener allí el medicamento que necesitaba, para ahuyentar oídos y ojos curiosos y, una vez allí, la sentó ante una mesa de camilla cubierta por telas de vivos colores, bajo una luz rojiza y escasa, y entre vapores e inciensos exóticos. Sacó sus cartas del Tarot, aunque no le eran necesarias, y las colocó en la mesa mientras dejaba que su talento natural sondeara los hilos del futuro cercano para responder a las preguntas de la aristócrata. Que Sophia recordara, siempre había podido saber qué pasaría en los próximos días, qué tiempo iba a hacer, y quién iba a morir, cosa que había sabido ocultar a las religiosas que regentaban el orfanato donde se había criado. Fue entonces cuando ocurrió: la criada de la Condesa cruzó la cortina, mientras Sophia entraba en un trance a medias fingido. Gritó la palabra varias veces, señalándola con un dedo acusador, y salió corriendo.
La Condesa tuvo que disculparse, justificándola con la excusa de que era extranjera, depositó suficientes libras para pagar tres sesiones, y marchó en busca de su extraviada sirvienta. Sophia no se dio cuenta hasta más tarde, sumida en la confusión que aquel grito le había producido, mientras rebotaba una y otra vez en su mente, despertando el sueño en su memoria.
Cuando, horas más tarde, se recuperaba de la impresión, pronunció lentamente la palabra: Moroaică.

En el sueño también había gritos, pero ocurrían antes del claro en el bosque. Los recordaba en un instante impreciso y fugaz como una forma en la niebla. Gritaban a la Madre, la llamaban “puta” y “bastarda”, la acusaban de “pecadora” y “viciosa”, “esposa de demonios” decían algunos. La Madre también gritaba, pero lo que ella gritaba era “por favor” y “dejadme”, y por encima de todo rogaba, “dejadle descansar en tierra santa”. En sus brazos el Niño descansaba inerte, como había nacido. Rostros severos y autoritarios flanqueaban la puerta de un cementerio, impidiendo su paso al camposanto, gritando “puta”, “pecadora”, “bastardo”, “hijo del pecado”. Y la voz más autoritaria gritaba entonces: “Nunca”.

Se sintió avergonzada cuando se presentó ante las puertas de la mansión de la Condesa. Llevaba en las manos un paquete de papel lleno de especias, y a los criados les dijo que le llevaba una medicina a su señora, de parte de Sophia Smith, la herborista. Reconociendo las señas dadas, la Condesa le permitió entrevistarse con ella, llena de una malsana curiosidad propia de su ociosa burguesía.
– ¿Qué asuntos te traen a mi casa, pequeña?
Tras la reticencia inicial, Sophia soltó su lengua empastada por la timidez:
–Buscaba a vuestra criada, la que vino con vos el otro día.
– ¿A esa maleducada? Pues lo siento, niña, pero la despedí –respondió altiva la Condesa. Ante la decepción de Sophia, añadió –: Pero ¿qué querías de ella?
–Era por esa palabra que dijo en mi tienda…
–Ah, sí, ya la interrogué. En su lengua significa bruja o demonio, o algo así. Estúpida moldava supersticiosa…
Sabiendo que se le escapaba la oportunidad de conocer el misterio, Sophia reunió más valor que en toda su vida, y le contó a la Condesa todo lo relativo a su sueño. Cuando hubo terminado, bajó la mirada, sonrojada, mientras la Condesa parecía juzgarla, para finalmente sonreír divertida:
– Creo que puedo ayudarte. Verás, hay una mujer, pobrecilla, está muy enferma. Tiene un trastorno muy grave… –bajó entonces la voz y se acercó confidente a Sophia–Es ninfómana –volvió entonces a su cháchara habitual –: La pobre no conoce ni su nombre, parece ser que sus padres eran extranjeros, de algún pueblo valaco o algo así –hizo aspavientos con la mano, dando a entender lo poco que le importaba. Luego, de nuevo en tono confidencial, le dijo –: Pues resulta que tiene el poder de interpretar los sueños.
– ¿Y dónde se encuentra esa mujer?
–Yo te llevaré hasta ella.

No siempre, pero algunas noches la Madre recordaba al Padre. No su rostro ni su cuerpo, tan sólo sus manos largas de dedos finos y uñas afiladas. Lo recordaba sobre su cuerpo, reclamando para sí el placer de la Madre por derecho de conquista. Esas noches Sophia se levantaba más confusa aún, y es que al temor que le producían los gritos, a la desesperación de la Madre cavando la tumba para el Niño, se unía irremediablemente el deseo que el Padre le producía, llenándola de culpa.

Quien tiene suficiente dinero puede atravesar cualquier puerta, y las puertas de aquel manicomio no eran una excepción. El sueldo exiguo de los cuidadores y enfermeros de aquel antro, contratados más por su corpulencia y fuerza que por su conocimiento o su habilidad en el cuidado de enfermos, les convertía en blanco fácil para sobornos; y una red ilegal, oculta apenas, de visitas con fines más o menos honestos durante las noches sin luna, concedían una propina más que considerable a estos individuos. El que les salió al paso arrastrando a un enorme perro de ladrido estremecedor era un viejo conocido de la Condesa, y no dudó en aceptar las libras entregadas para abrir la puerta, y conducirlas a buen paso hacia la celda escogida. Durante el paseo por los deprimentes y oscuros jardines exteriores, Sophia acarició la cabeza del can antes de que el cuidador pudiera advertirle, recibiendo un lametón afectuoso por parte del perro.
–Tenga cuidado –dijo no muy convencido –, en otras circunstancias le hubiera arrancado la mano. No está domesticado, el director lo prefiere así.
Sophia retiró las carantoñas, no sin sentirse algo confusa por el contraste entre lo acontecido y lo predicho por el brutal enfermero.
Dejó atado al perro con una fuerte cadena y, en cuanto se hubieron marchado, volvió a retomar su impuesta agresividad maníaca, con ladridos ensordecedores, que se escucharon a pesar de entrar en el recinto de grueso ladrillo. El enfermero anduvo a buen paso entre los ecos de los pasillos vacíos, mientras las damas seguían la luz del candil que éste portaba, a través de un laberinto de portezuelas metálicas que el gigante abría con su llave maestra. Dieron con un pasillo alicatado hasta el techo, con varias rejas interpuestas, una pared vacía y la otra llena de puertas en las que tan sólo destacaban los ventanucos. Tuvieron que situarse en fila, apartándose lo más posible las damas de las paredes, donde la humedad y el tiempo habían tejido telarañas de óxido y polvo entre azulejos cascados, y había desprendido fragmentos de porcelana a través de los cuáles antenas fugaces las saludaban. El metal no estaba en mejores condiciones, desportillada la pintura verdosa, y revelando una herrumbre centenaria.
–Es para evitar motines –explicó el enfermero.
– ¿Qué? –preguntó Sophia.
–Los pasillos. Por eso son tan estrechos. Es más fácil contenerlos así.
Se refería a los enfermos, que, aunque muchos dormían, otros permanecían despiertos, arañando de forma insistente las paredes, elevando letanías que, quizás, no tuvieran ningún sentido, o quizás demasiado.
–Está en la sala de visitas, la puse allí cuando me avisó que llegaba, pero dudo que consiga sacarle algo hoy, está en uno de sus días.
–No te preocupes, querido, lo que podamos sacar será bueno –respondió la Condesa.
Al acercarse al final del pasillo, un grito desesperado y un golpe fuerte en una de las puertas provocaron el miedo de la Condesa y la angustia de Sophia. El enfermero se disculpó, abrió la puerta con cuidado, y entró cerrando tras de sí. Las mujeres tan sólo oyeron golpes sordos, que prefirieron no interpretar, y no hicieron preguntas cuando el hombre salió de la sala con los nudillos despellejados.
Finalmente alcanzaron la sala de visitas, una más grande que las demás, donde una reja de gruesos barrotes las separaba de una mujer que se escondía en las esquinas de la celda.
–Las dejo a solas, volveré en media hora, pase lo que pase.
–Vale, querido, hasta ahora.
Quedándose a solas pudieron estudiar mejor a la mujer. Estaba hecha un ovillo, con las manos escondidas entre las piernas, cubierta por una camisola parcheada de sudor y otras manchas menos identificables, y escondía entre los hombros una cabeza pequeña y redonda, de cabellos grisáceos enmarañados y grasientos. La Condesa le llamó la atención y, al volver su cuerpo, descubrieron que sus manos estaban perdidas en su entrepierna. En su rostro ajado y delgado, de un amarillo tísico y cubierto de sudor, tan sólo se reflejaba la ausencia.
–Necesitamos que interpretes un sueño –dijo la condesa.
No pareció escucharla, pero cuando intentó repetir la frase, un llanto estridente nació de su garganta e, in crescendo, se volvió un grito desesperado, mientras se lanzaba a rodar al suelo, con las manos sujetas por las rodillas, y la cabeza golpeando la pared rítmicamente.
– ¿Por qué? –sollozó.
–No creo que sea esto buena idea –dijo Sophia.
–Oh, no te preocupes, a veces está así. Tú pregúntale.
–Quiero que vuelva –continuaba llorando, ajena a la conversación al otro lado de la reja.
Sophia se aproximó a ella, con la intención de preguntarle el significado del sueño, pero la enferma se alzó de repente a cuatro patas, y de esa guisa se dirigió a una de las paredes, donde se apoyó de espaldas y comenzó a ascender.
–Quiero que vuelva… quiero que vuelva… –repetía.
– ¿Quién? –no pudo evitar preguntar Sophia.
–Entró en mi cuarto en la seguridad de la noche, y se llevó mi virtud con su lengua negra.
Se acercó a las rejas, mientras seguía susurrando.
–Sus manos de hielo desvirgaron mis pechos –se llevó las manos a los senos, acariciándolos –, mi cuello –su mano derecha se apretó en su garganta –, toda yo –la izquierda bajó por la curva del vientre, y fue una garra en la ingle –. Me hizo suya durante treinta noches, desde una luna llena hasta otra.
Tomó las rejas con ambas manos, revoloteando los párpados caídos y relamiéndose la lengua inquieta.
–Sentí su sangre manar por mis labios, y sentí la mía siendo arrebatada de mi cuerpo.
Caía su voz en un agudo desesperado, casi un chillido de roedor. Ladeó la cabeza, frotándola contra el frío metal, dejando rastros de óxido en su frente sudorosa.
– ¡Me hizo mujer treinta veces cada noche durante una luna entera! –rugió de improviso, lanzando aspavientos con las manos, alejándose de nuevo.
–Será mejor que nos vayamos –sugirió la condesa.
–Nueve meses… –continuaba susurrando la mujer, arrodillada ahora en mitad de su celda, allí donde la luz de la luna dibujaba un charco seco y espectral–, nueve meses pasaron después de la última luna llena, y su semilla crecía en mí, crecía en mí. Y yo quería más, quería más noches con él, quería que volvieran sus manos y su miembro, ¡cuánto añoraba su miembro! Pero nunca volvió.
–Esto es demasiado obsceno para una niña como tú, ¡nos vamos! –aseguró la Condesa, cogiendo la mano de Sophia, que se resistía a irse, hechizada por la historia de aquella mujer sin nombre.
–Y pasaron nueve meses, y no nació hombre o mujer de mi vientre y su semilla, porque no era hombre quien me visitaba, era Nosferat.
Un escalofrío de reconocimiento recorrió la espalda de Sophia, que soltó la mano de la condesa, cogió con fuerza los barrotes, y aproximó su rostro lo más posible al de la mujer postrada para preguntar:
– ¿Qué nació?
La mujer se volvió, aún arrodillada, con una mano rozando insistentemente sus partes pudendas.
–Nunca es suficiente… –se decía a sí misma, con los ojos en blanco y los párpados trémulos –, nunca es suficiente cuando has sido rozada por el Nosferat –jadeaba sin parar.
– ¡Qué nació! –gritó más fuerte aún.
La mujer abrió los ojos, sonrió con tristeza, y mirando en algún lugar más allá de las regiones de los hombres, respondió:
–Moroaică.

Cuando la Madre terminaba de enterrar al Niño, oía los aullidos, y aparecían los lobos. Eran muchos, flacos y enfermizos, desesperados y, por ello, más peligrosos. En sus ojos había sed de sangre, y en sus lenguas colgantes, babas anticipatorias. La Madre no tenía fuerzas ya para resistirse, y sin misericordia ni clemencia caían sobre ella, desgarraban piel, desgarraban sus pechos, sus muslos y su rostro, devoraban su carne y sus entrañas calientes, y la sangre se derramaba sobre la tierra removida. Y hasta que no quedaba el cadáver destrozado en el claro del bosque, no podía Sophia despertar, entre sudores y palpitaciones, de su pesadilla.

Pudo descubrir, días más tarde, el origen aparente de aquella mujer. Aquellos que se suponían sus padres procedían de una aldea situada en los Cárpatos, en una región limítrofe que nadie sabía precisar si pertenecía a Valaquia o Transilvania, pero todos deseaban reclamar para sí. Agradeciendo a la Condesa su ayuda, y vendiendo todo el contenido de su tienda, empaquetó un sencillo macuto con el que se lanzó a un viaje arduo. En aquellos días los imperios turco y ruso se disputaban las tierras de Valaquia y Moldavia, mientras entre los campesinos del pueblo nacía una semilla revolucionaria que amenazaba con levantamientos populares y derramamientos de sangre, y el resto de Europa intentaba imponer paz de despachos y tratados sin demasiado éxito. Siendo tan convulsa la situación, y tan difícil el acceso a los escarpados montes, le costó tiempo y sufrimiento llegar, finalmente, a una villa humilde y pequeña, perdida entre bosques y desfiladeros. No recibió una cálida acogida, mas no la esperaba. Paseó por las calles desiertas, observando las casas de exótica arquitectura, de tejados afilados y picudos, y alcanzó a ver el cementerio. Desde el momento en el que reconoció las piedras de los sepulcros, y tembló esperando escuchar los gritos ya familiares, supo que había acertado, y un instinto primario le condujo al bosque mientras el sol declinaba, arrastrándola irremediablemente hacia el claro de sus pesadillas.

Palparon sus dedos algo duro en su excavación, y al arrancar de la tierra su botín, vio entre sus manos una pálida sonrisa infantil: calavera pequeña y delicada de un cuerpo muerto tiempo atrás. El sueño le asaltó en la vigilia, justo donde siempre había terminado, con la Madre yaciendo en el suelo, muerta y destrozada. Los lobos se habían marchado, y el cuerpo a la intemperie era sacudido por la violencia de la lluvia, que arrastraba consigo la sangre derramada, filtrándose en la tierra, colándose entre las rocas y las raíces, empapando al Niño. Y el Niño abrió los ojos.

Cuando Sophia despertó, le esperaban los lobos, pero aquello no era un sueño. A su alrededor se habían reunido al menos siete bestias de pelajes grises y negros, sucios, cuyos jadeos y pasos inquietos la rodeaban y se aproximaban. De sus bocas entreabiertas surgía un vaho blanquecino con cada vaharada de pútrido aliento, mientras colgaban péndulas las lenguas rosadas, o se contraían relamiendo las fauces hambrientas. Y, sin embargo, no sentía miedo alguno, sino al contrario, una paz que sólo puede darla la crudeza de la realidad. Ahora que sabía, podía, y con voz autoritaria exclamó:
–Idos.
Todos obedecieron, excepto uno. El más grande de todos. Antes oculto por el resto de la manada, ahora Sophia podía comprobar que se trataba de una criatura monstruosa, acaso sabueso del Averno y no de carne y hueso. Su pelo negro y lanudo era azotado por el viento, y sus ojos eran más brillantes que los de cualquier criatura viva. Se alzó sobre dos patas, y ya no fue lobo, sino hombre; su pelo fueron pieles cubriendo su cuerpo; pero sus ojos brillaban de igual modo.
–Mi cráneo en tus manos y mi sangre en tus venas –saludó la criatura.
– ¿Quién eres? –preguntó Sophia, conociendo la respuesta.
–No tengo nombre porque nunca fui bautizado. No tengo familia, pues soy hijo ilegítimo de ilegítimos padres. No fue la leche de mi madre la que me amamantó, sino su sangre; no dormí en cuna fabricada por el hombre, sino en la tierra húmeda entre las raíces de este bosque. Soy el que fue enterrado muerto y resurgió vivo. Las gentes me conocen como Nosferat.
– ¿Eres mi padre? –soltó una lágrima amarga.
–Eres hija de mi semilla impía, sí.
– ¿Qué soy yo? –abrazaba con fuerza la pequeña calavera, como si pudiera darle calor de su pecho con ese gesto.
–Eres Moroaică.
– ¿Y qué significa eso?
–Que la noche es nuestra. Levántate, Moroaică, dame tu mano, y conquistemos la noche.
Sophia se levantó del suelo, dejando caer la calavera al hoyo que sería su reposo eterno. Se aproximó a la figura, y tomó la fría mano de largos dedos que le tendía. Entonces recordó por primera vez cómo se volaba, y el suelo se despegó de sus pies. Al fin se encontraba allí donde debía estar, bajo la protección de la luna argéntea y rodeada por el frío aliento de la noche.
–Pronto los ejércitos del Este, cruces y medias lunas por igual, masacrarán la revolución –dijo Nosferat –. Será hora para alimañas y carroñeros, habrá sangre y carne para todos, será un gran festín.
–Sí –asintió Sophia –, puedo verlo, padre.
Y en busca de tan suculento banquete marcharon los dos.
Parte de la antología "Calabazas en el Trastero: Entierros"

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuanto tiempo.Carmen.

Vlad_Temper dijo...

Gracias por pasarte :)

Unknown dijo...

... ...
simlemente impresionante!
1 beso.

La Legión del Espacio
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